Las personas con perros son especiales. Yo tengo dos perras y lo sé. Tener un perro en determinados lugares casi garantiza tener peleas y broncas con otros dueños de perros. Porque son, somos, especiales.
Hace un par de días fui al parque de perros de mi pueblo, como hago a diario, a soltar allí a mis animales para que se desfoguen un poco y socialicen con otros si por allí aparecen. Da la casualidad de que el parque de perros está en una parcela urbana en la que comparte espacio con un aparcamiento abierto y con una buena pradera. En esta pradera hay una cuchipandi que todos los días tiene allí a sus perros sueltos, jugando entre ellos y por separado mientras sus amos charlan entre ellos de lo que sea que charlen las cuchipandis. Está prohibido tenerlos sueltos, por supuesto, pero estos dueños de perros, como son especiales, pues se lo pueden permitir. No controlan a sus perros, excepto a uno, que es capaz de parar a su animal con una palabra cuando éste se lanza a la carrera; los demás no. Pero ahí están.
Y yo les envidio. Envidio su tranquilidad y su sociabilidad con otros dueños de perros. Envidio muchas cosas pero soy consciente de que no controlo a mis animales y por eso, fuera del parque de perros, siempre van atados. De resultas de esto suelo estar casi todo el tiempo solo en el parque, mientras la cuchipandi y su manada de perros buenos NoHacenNada están fuera.
Pero hace dos días entré en el parque sin fijarme mucho en quién estaba dentro (primer error mío) y vi como Lup se lanzaba directa hacia un perro negro. No le di importancia en esos instantes y avancé a paso rápido para controlarles. Es raro que yo hable con otros humanos allí dentro, al menos de forma continuada, porque siempre tengo un ojo puesto en mis bichos.
Pues tenía que haber reconocido al dueño y a su perro porque es el único al que Lup tiene querencia. Y no le muerde, claro, pero sí le gruñe y le saca dientes muy de cerca. Vamos, que se comporta como perro agresor y por esas debería quedarse fuera. Hasta ahí lo reconozco y admito mi culpa.
Por eso estaba yo acercándome a paso rápido hacia el dueño que estaba increpando a Lup y diciéndole que se fuera. No le tocó ni le hizo nada y yo llegué a tiempo para pararla y desviar su atención del otro perro, el negro, que andaba más bien asustado.
El dueño cogió a su perro y se marchó echando miradas de furia hacia mí. En ese momento no caí en la cuenta y lo más que puedo decir es que hacía varios meses que no les veía -especialmente en el parque al ser componentes de la cuchipandi-, que no recordaba que ese perro era la excepción de Lup en cuanto comportamiento y, sobre todo, que no reconocí al dueño. Y es que tengo de veras un problema con este fenotipo de personas: tienen entre cuarenta y sesenta años, aparentan más bien lo último, son más grandotes que yo, tienen sobrepeso, gafas y barba. Y es que me parecen todos iguales. No consigo distinguirlos unos de otros y eso me lleva a confusiones tontas.
Así que ahí estoy yo, recordando al hombre y su perro mientras se marchaban del parque con miradas de odio hacia mí (y el perro suelto fuera del parque para no perder las buenas costumbres). Me arrepentí después de no haberle dicho nada. De no pedirle disculpas porque es cierto que tenía que haber retenido a Lup para que no molestase a su animal. Pero perdí la oportunidad.
Esta mañana, muy temprano en el parque, he visto que venía de pasear a su perro por el pueblo y que iba a pasar muy cerca de la valla. El perro estaba suelto y ha ignorado a las mías y las mías a él y yo he visto la posibilidad de pedirle disculpas porque no había vuelto a verle.
Le he dado los buenos días y su respuesta ha sido acercarse rápido y espetarme un: «si vuelves a entrar con tus perros sueltos en el parque mientras esté yo dentro te la monto». Cuando le he respondido que precisamente iba a pedirle disculpas y darle explicaciones el hombre, que no se había detenido en ningún momento, me ha soltado como colofón: «no tengo nada que hablar contigo». Y ha seguido su marcha.
Al principio he sentido una rabia que no era ni normal. Le he dicho entre dientes: «pues tú mismo, tronco». Respuesta inapropiada pero estaba ya tan lejos que no se me ha ocurrido nada mejor. Y al rato he vuelto a casa bastante cabreado. Odio que me dejen con la palabra en la boca. Esa costumbre de intentar dar un zasca la veo como equivalente a soltar un golpe de kárate llamativo. Uno que empiece y termine una pelea como se ve en muchas películas y que me parece un soberano error. Más que nada por lo difícil que es hacer algo así y por lo poco útil que es. Si vas a hacer daño a alguien, como nos recuerda Maquiavelo en El Príncipe, házselo del todo, no le dejes herido porque volverá. O algo así, pero el concepto es ese.
¿Qué hago ahora cuando vaya a entrar en el parque de perros y me le encuentre? Sí, parece razonable por mi parte entrar y dejar a Lup atada pero … Pensando en ello me he dicho: qué cojones. Ellos se pasan la vida fuera con los perros sueltos. El parque es el único lugar en el que las mías pueden estar sueltas y resulta que si les da por estar dentro me quitan ese derecho. ¿En serio?
Pues se acabó. Ya es la tercera persona dueña de perro con el que tengo problemas estos años precisamente por los zasca y la falta de comunicación y el puto orgullo (el de ellos, que yo me he propuesto no retirar la palabra a nadie). Y mira, no, tu perro puede estar suelto fuera del parque los diez o quince minutos que las mías van a permanecer dentro. Y sí, razón tienes en que en este caso el perro agresor es el que sobra, pero no voy a permitir que les quiten ese desahogo cuando con la inmensa mayoría de perros se llevan entre bien y mejor.
Me espera bronca, eso lo sé. Y tendré que reaccionar lo mejor posible con esta gente para no quedarme ahogado en rabia y que al menos podamos tener un diálogo que no cierre puertas. Yo te odio, desprecio, aborrezco, lo que sea. Tú a mí también. Tenemos que vivir juntos porque vecinos somos. Vamos a ver si podemos al menos comportarnos.