De un dicho de mi abuela, como el que oye llover, pasamos a un mecanismo de supervivencia empleado por homínidos para ir a la suya.
Esta semana ha sido muy dura. No porque haya sufrido una o varias desgracias, si no porque he tenido que emplearme a fondo para no perderme en rabias y tristezas y cumplir propósitos.
A comienzos ya me enfrento a la situación de dejadez en la reforma de mi nueva vivienda. Un correo concreto del constructor me da la oportunidad de poner fecha al final de la reforma y de decirle unas cuantas verdades.
Contacto a renglón seguido con una abogada para pedirle que me ayude a romper el contrato (llegado el caso) e insistiendo en que no quiero demandar ni meterme en juicios.
Varios días los he pasado haciendo preguntas al muchacho externo que arregla y mejora el ERP de la empresa. Mensajes concisos en su objetivo y abundantes en detalles técnicos para facilitarle la respuesta.
El constructor calladito hasta que me ve el viernes, en la visita a la casa, que me dice que leyó en diagonal mi mensaje pero que todo va bien. Acumula tres semanas de retrasos, me pone contra las cuerdas en cuestión de mudanzas y vida nueva porque a finales de mes tengo que abandonar este piso, y se le escapan mentiras y contradicciones por doquier. Materiales que deberían llevar meses adquiridos y guardados en su almacén se convierten en materiales que acaban de ser pedidos a los proveedores porque eso es lo acordado. Diciendo a todo sumisamente que sí y anotándolo en algún almacenamiento temporal de su memoria.
Total, que una semana más para que acabe los remates. El término remates lleva apareciendo en nuestras conversaciones, y en las de él y la arquitecta, desde el principio. Todo son remates aunque falte la electricidad, la fontanería y las ventanas al completo.
La abogada tarda cuatro días en contestar, reacciona cuando le digo que si no puede atenderme lo entiendo y que me busco a otro, pone como excusa de que no pudo descargar los documentos (compartidos vía enlace con Nextcloud) cuando estoy viendo en el registro que hasta ese momento no había intentando ni abrirlos y me suelta que añada todos los importes para preparar la demanda y que ya me cobra según la cuantía a reclamar. Ni palabra de qué ocurre si lo hago y pierdo, pero supongo que tendré que pagarle igualmente y no un mínimo.
El muchacho externo que pasa horas con el contestador activo, los whatsapps leídos y los correos ignorados (y también leídos en diagonal) que me llama con el ruido de fondo de su vida personal y la de su barrio, y pidiendo un resumen de los temas a tratar. Respondiendo con el móvil en lugar del portátil a los correos y diciendo que lo está mirando en el sistema en el que no hay constancia alguna de más conexiones.
Y yo, que quizás peco de excesivo en las comunicaciones, pero que considero importante para tener todos los detalles y centrar el tema termino sintiéndome como un estúpido cuando veo las respuestas.
En todos los casos estoy contenido porque existe cierta dependencia con ellos que me coarta a expresarme con libertad y mandarles a la mierda. En todos sintiéndome ignorando y encontrando un patrón: necesitan hablar, por teléfono o en persona. No les gusta lo escrito.
Y creo que es así porque no saben expresarse bien por ese medio, porque el mensaje permanece, porque da pereza hacer el esfuerzo de leer e interpretar lo leído. Porque de palabra se usan muchas muletillas, se puede negar mejor lo dicho y lo escuchado, se pueden añadir emociones y repetir una y otra vez algo para diluir lo anterior y agotar al contrario.
O también porque han descubierto que se sobrevive mejor así. Y al final todo se reduce a eso.
¿ No ?