… el que dejo pasar entre que tengo una idea, surgida de la necesidad de resolver un problema, y la pongo en práctica, si es que llego a hacerlo.
Hoy he estado echando un vistazo a las entradas de este blog que tengo marcadas como Borrador. Son casi cuarenta y la primera, ordenadas por fecha, es del año 2010. En ella describo un mecanismo para ampliar las funciones de control de las cuentas de correo electrónico que tengo en mi servidor. Más que ampliarlas las mejora y suple varias carencias que ya vislumbraba hace seis años.
Vale, seis años. ¡ Seis ! Y aún no las he puesto en marcha. No he escrito el código que las lleva a cabo, no las he probado y están muy lejos todavía de pasar de la fase de diseño. Joder, qué son seis años y aún no he hecho nada. Y vale que los dos últimos han sido jodidos, que no he estado para muchas fiestas ni mucho trabajo por más que me hubiese venido muy bien, pero sigue siendo demasiado tiempo entre que esbozo un proyecto, lo analizo y le doy cuerpo y me pongo a escribir la primera línea de código.
El resultado de ésto, teniendo en cuenta que no me he olvidado nunca de la idea, es que soporto una presión enorme, absurda en su existencia, y que gasto más esfuerzos en mantenerla apartada que en afrontarla. Si al menos intentase convencerme de que está fuera de mi alcance y me consolase con ello tendría un digno final, pero me limito a trasladarla de una cola de tareas pendientes a otra.
Luego está lo que llamo pánico escénico. Una elaborada teoría sobre por qué no pongo las cosas en marcha basada en una disonancia cognitiva: soy programador pero no uso programas que creo aunque están a mi alcance. ¿ Y si fallan ? Si fallan ya no soy programador (o un buen programador) ¿ no ? Pues no, si fallan se arreglan. O así debería enfrentarlo.
Estoy entre dos fuegos. No, me he puesto entre dos fuegos: la ilusión de resolver problemas con el código y la ansiedad de no haberlo hecho correctamente y que no funcione.
Ahora que lo pienso veo que es agotador; no me extraña que esté siempre tan cansado.